Frontera



Quizá más importante que ser o parecer es no dejar nunca de aprender a ser o parecer. Su utilidad. No es lo mismo ser tonto que parecerlo, o ser inteligente que parecerlo. Bretch, espray multiusos para cierta progresía, proclamó en cuatro versos una valiosa ley de la utilidad que algunos no tardarían en tildar de reaccionaria, pobre Bertolt: "Quién es útil corre el peligro de que demasiados lo necesiten. Dichoso el que evita ese peligro sin dejar de ser útil". Ser y parecer. Ser útil y parecer útil. Ambas herramientas nos liberan y nos esclavizan, nos regalan a diario nuevas preguntas a nuestras moralizantes respuestas sobre la coherencia y la hipocresía, la sinceridad y la mentira. En el dos mil cuatro aprendí a aprender que jugar con las dos manos no exige otra valentía que sumar fidelidad a la lucha contra todo aquello que nunca dejó de provocarme náuseas. Es la frontera cierta, la cuerda floja del equilibrista. Ninguna novedad, ya lo sé. ¿Qué esperaban? Es lo de siempre: el vómito como límite. La baba derramada a pesar del bozal, la alcantarilla que se desborda a pesar de la alcantarilla, el arañazo de la caricia aplazada. El vómito como límite. Más límite todavía en unos tiempos en que ser uno mismo es, como mucho, el precio que marca la etiqueta. Tanto tienes, tanto vales, no se puede remediar. Si eres de los que no tienen, a galeras a remar.