Síndrome



Te quedas sin palabras y, lo que es peor, sin saber qué contestar. Es como si no te llegara la sangre a la cabeza. Intentas sin fortuna pronunciar algún monosílabo para que el silencio resulte algo razonable. Pocas veces son razonables los silencios; quizá sean lógicos y comprensibles —y según para quién o para qué—, pero no razonables. Para razonar hay que hablar un poco, y aquí te hemos pillado, sin palabras. Sé que te miras desde fuera, que te observas desde otro yo cuando te bloqueas, y te sientes muy ridículo porque ves cómo te tocas el miedo, viscoso como un vómito, y también sé que no puedes evitar ni el bloqueo ni el ridículo ni el miedo, algo que te bloquea más todavía. Es un espejo cruel. Un bucle. En situaciones así, parece que llega un momento en que no existe otra salida que permanecer mudo, secreto, tocándote el miedo, esperando que se te insinúe la primera prueba de la autodestrucción. Pero existe otra: gritarlo todo, apostarlo todo contra el miedo, contra la puta culpa y contra esa falsa creencia en el perdón. Porque el perdón nunca es un hecho real, la culpa te aniquila y el miedo te atrofia. Vas a herir aunque no quieras. Deja de secuestrarte. Amnistíate ya.