La ecología contra el ecosistema



La ciudad fea donde vivo sufre una superpoblación de palomas y hace más de un año que tengo como vecinos a uno de sus matrimonios. Un día decidieron montar su palomar sobre el toldo de la ventana que protege mi habitación del insoportable sol del verano. Al tratarse de la última planta del edificio encontraron allí, entre el toldo y la cornisa, un refugio perfecto para sus menesteres. No sé si, al instalarse, pretendían traer la paz a mi casa (reconocido es este oficio de las palomas), pero, desde luego, lo que no se olvidaron de traer consigo fue sus excrementos y sus reclamos: cu-ru-cutu-cu, cu-ru-cutu-cu. Y dale que te pego todo el día. Mi experiencia de más de un año demuestra que las palomas no traen ninguna paz, os lo aseguro. Traen la guerra. Me han dejado la fachada tan perdida que da asco, debo tender la ropa con espantapájaros a base de bolsas de plástico, y los reclamos del macho suenan tras la ventana como auténticos rebuznos, sobre todo a las siete de la mañana de un domingo en el que supuestamente mi cuerpo debería descansar. He aguantado sus desagradables sonidos durante más de un año porque, es verdad, me daba pena, me sabía mal echarlas, pero como ya estoy más que harto he avisado a una empresa para que se lleven el toldo, que se encuentra podrido de mierda de paloma. Prefiero pasar algo de calor que soportar a este par de palomas. Sin duda, los fundamentalistas de la ecología no siempre tienen la razón, y no acabo de comprender cómo algunos de ellos se niegan en redondo a tomar algún tipo de medida contra una invasión de estas aves. ¿O es que no estoy yo también dentro del ecosistema?