Bastones



Se conocían de vista, de lejos, de a veces, de quién es ésa mujer, oye, y qué guapa, ¿no? Y él quiso conocerla un poco más, como a otras. Muchas otras. Y por fin se citaron. Del café al carajillo, de la fanta al wisky, de tu casa a la mía y de la práctica de la navegación a la técnica del buceo. Fueron a pasear por el jardín de palacio. Su silueta de pareja enamorada bajo la luz otoñal era de postal. Una postal cara. Le propuso él adentrarse un poco en el bosque, es decir, que le propuso adentrarse, esos adentros donde había previsto ya el beso, su intensidad, la ausencia de lengua en el primer ataque, su movilidad en el segundo, la fuerza del viento, la luz, la presión atmosférica y, finalmente, su proposición de boda. Ella se sonrojó un poco, pero no tanto, cuando de repente él optó por enseñarle sus dos bastones, el de futuro rey y el de hombre. Alzando el primero, le susurró: éste lo heredarán nuestros hijos o quizá vos si es que yo me muero antes. Y tras morderle el lóbulo derecho, se agarró con contundencia el segundo para añadir a continuación: a éste no le doy más de quince años, así que empecemos a aprovecharlo hoy mismo bajo este árbol. Ya tienen fecha. Se casan. Pero lo que a ella le molesta, y no poco, es que no le dejen realizar la retransmisión televisiva de su propia y real boda. No creo yo que por eso se haga republicana, y es una pena.