La ética y las etiquetas



Los seres humanos son más salvajes que los animales de la selva cuando el resultado de cualquiera de sus esfuerzos por cambiar la realidad se convierte en pura fantasía, una condición perversa que es así elevada sin piedad al rango de prostituta de los desarraigados, de los subversivos, de los disidentes. Incluso este hierbajo que ahora usted pisa y a su zapato se somete, este hierbajo que acata sin rechistar su fotosíntesis al borde de la irrealidad y sin conciencia de sí mismo, este hierbajo sufre mucho mayor espanto ante su propia existencia que la sombra epiléptica que actualmente proyecta sobre el planeta el fuego quemado de los filósofos y de los pensadores sociales. A quien no se conforma, a quien de una u otra forma critica constructivamente las conductas de su prójimo con argumentos razonados y razonables, se le envía de inmediato a la tumba ideológica de los que defienden algún tipo de interés privado, cuando no una tara personal o una cátedra, por muy públicos, sociales, sólidos y desinteresados que resulten los pilares de su discurso.

El juego predilecto y a menudo solvente de los acomodados en los sillones del sistema de vida actual es el constante hurto, apropiación y privatización hipócrita de las proposiciones lógicas y de progreso del adversario, con la finalidad de vaciar de contenido, bajo un halo de sensibilidad y autoconmiseración, cualquier síntoma o resquicio de libertad y discrepancia por parte del opositor. El maniqueísmo servido en bandeja de plata por los abanderados de los ideales de moda (democracia, libertad, igualdad, tolerancia, trabajo, etc) se exhiben como modelos en las pasarelas y se pregonan en los escaparates mediáticos como las supremas y purísimas éticas globales, universales y jurídicamente perfectas, como objetos en sí y para sí donde el sujeto es omitido, como objetos objeto, inanimados, inertes, estériles, huecos, como estatuas intocables, como latas en conserva, sustantivados al vacío y adjetivados anticipadamente con la calculada seguridad de que petrificar los valores que de ellas se derivan equivale a adueñarse de su definición, invadirla a perpetuidad y tomar el control absoluto de las mismas.

Es así como el grito de rabia, de socorro o de tristeza de cualquier desarraigado del mundo se pone a la venta sin ningún tipo de pudor por las multinacionales de la información como una especie de infelicidad indeseada, despreciada, ajena, como sensiblera noticia de interés humano o, sencillamente, si el deseo de la visible mano invisible es enterrar el tema, a modo de atentado terrorista en el seno mismo del cerebro del individuo acomodado. Hace años, el magnífico pensador T.W. Adorno escribió en su "Minima morialia" que sólo en el distanciamiento de la vida cobra vida el pensamiento y queda ésta verdaderamente enraizada en la vida empírica. Pues incluso esta sólida argumentación acerca del "distanciamiento" del pensador, que nada tiene que ver con el alejamiento, es a menudo manipulada hipócritamente por lo verdugos de la disidencia y conducen a muchos apasionados del compromiso a la hoguera de la eterna resignación, apasionados que de la noche al día se enfundan el uniforme del escepticismo y caen cuando menos en la creencia de que sus antiguos principios no eran nada más que meras debilidades críticas.

Y para terminar... Cuando escucho últimamamente repugantes consignas del calibre "vamos a proseguir con la reconstrucción de Iraq", como si pudieran reciclarse como ladrillos los corazones de los cadáveres, no solamente pienso en los que han muerto durante esa guerra y posterior ocupación, no solamente me duele el desarraigo que están sufriendo millones de personas, no solamente odio cuando siento odio por la propia falacia interna de la palabra "reconstrucción"; también me espanto, también siento verdadero terror ante la fotosíntesis que a diario realizan gran parte del resto de mortales del planeta mientras los obispos, los cardenales y el papado de la democracia convierten la ética y sus valores en meras etiquetas comerciales a la venta ya por TV. La visión de la vida ha devenido en la ideología que crea la ilusión de que ya no hay vida, diría T. W. Adorno.