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Interiores Todas las tardes de domingo se parecen como pistolas, aunque por suerte algunas se dejan vivir con menos barrotes y con mayor sosiego que otras, lo que permite que, gracias a la tradicional procesión de asfixia, mi esqueleto se relaje una rato en el sofá y sus doctos discursos sobre inactividad cerebral se muestren menos convincentes. Como ya hace domingos que entreno, por fin la de hoy se me cae de las manos más lenta, como el aceite, y se descuelga en hillillos desde las yemas de mis dedos hasta cualquier objeto de la casa. He dado un paseo, hemos ganado por goleada el partido de fútbol sala, y después, desganado, me he puesto a husmear renglones de varios libros que nunca acabo de leer, páginas religiosas de Pasolini que voy leyendo como si fueran leyéndose a sí mismas, páginas que insisten en no dejarse leer y ya están cansadas de que intente leerlas; he apagado y encendido dos veces la radio, dos más la televisión, una vez la cocina, una docena el interruptor de la luz y, con ésta, dos el ordenador... Pero todo es inútil. No hay pistas. Aunque lo intento, sigo sin ver a Dios por ningún lado. Así que con un domingo tan patas arriba como éste, no hay nada mejor que hacer que imaginar qué sabor tendría un beso de Lauren Bacall, tratar de comprender por qué no soporto las palomas si, en cambio, ellas a mí sí me toleran, darle vueltas a por qué precisamente hoy, y no ayer, hay cigüeñas de travesía por estos lares, repasar uno a uno todos los símbolos y signos religiosos de una película tan poco original como Matrix, o simplemente ponerse a mirar en silencio como desfallece por la ventana esta tarde idiota justo en este instante interior que, de perfil, tanto se parece a la palabra ausencia, al adjetivo gris y, más que nada, a mi cara de sueño. Escrito por jose el 9 de noviembre de 2003, 19:02:11 CET |