Selva interior



Hay dolores que no aparecen en el diccionario, que no se venden en las páginas de sucesos ni en los seriales de televisión, que no se escriben en las recetas médicas ni en los manuales de psiquiatría, que no se curan en los hospitales ni con una pastillita de vitamina C. Hay dolores que duelen como mil en un espacio y en un tiempo desconocidos, como nacidos en el centro de ninguna parte y, sin embargo, concretos y compactos como un hueso, una piedra, un pie. Dolores que no entienden de calendarios, invisibles en las autopsias, incomprendidos en los funerales, fantasmas en cada verso, pero que guardan con celo la desgracia de hacer, a la perfección, el trabajo inútil de petrificar la vida. Dolores caparazón que no se extirpan con besos o con sierra automática, ni siquiera con una sopa de tortuga. Nos miden la estatura y encargan trajes elegantes al sastre de la tristeza para acudir a todas las fiestas en nuestro nombre. Dolores que tienen la intensidad que más duele y que se justifican porque me ajustician donde, puedes estar segura, tu nunca los vas a percibir. La boca puede ser la herida más abierta del cuerpo, pero también la más silenciosa. Nunca sangra y se lo traga todo. Casi todo.