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Refugio Cada hora es un invierno distinto y, cuando llega el invierno, a la ciudad se le caen los pájaros como a nosotros los dedos. Coleccionamos cielos en la mirada, la saliva repta por nuestra piel hacia las cenizas dulces del sueño y nuestra sábana infinita la descolgamos por cornisas y balcones para escapar hacia el amor. Cuando éramos espejos nos pasábamos el tiempo mirándonos sin tiempo, como gatos por vez primera ante los secretos del agua; hoy nos queremos como dioses microscópicos condenados a la locura de una memoria que aún no hemos fabricado mañana. Antes que nuestro canto y sus estaciones, antes de que nos crecieran todas las uñas, antes de que se publicaran los derechos de admisión internacionales, antes de que nuestra gran voz de pulga saltara por los aires, existía el vacío universal y perfecto de los innumerables astros que a dentelladas se pusieron de acuerdo para equilibrar nuestro poco de nada, un punto muerto en el horizonte imposible. En cambio, contra todo pronóstico, crece ahora y aquí un bosque frágil e imperfecto de luces inmunes a los besos que con cuidado depositamos en cada una de nuestras cicatrices. Un enjambre de caricias es el fruto del árbol que todavía no saboreamos, pero nos ofrece al menos una sombra mínima. A buen bebedor, poco vino basta. Los fabricantes del odio ignoran que ensayamos eternamente el mismo sueño de felicidad, aunque mil veces nos cambien de lugar el paraiso. Escrito por jose el 6 de febrero de 2004, 9:47:04 CET |