Óleo



Dios lo asfixia, pero no lo confunde. Todavía guarda la casa y su ventana. Convertido en fatiga o, sencillamente, en puñal, hay mañanas donde se mira y no se reconoce, días en que a la boca sólo puede llevarse un verso y cuatro hormigas, porque el pan es arrastrado corriente abajo por millones de venas afluentes del eufemismo río de la vida. En las tardes aburridas, que son muchas, se conforma con ser otro forense asombrado por la muerte de la luz, explora crepúsculos que a menudo atraviesa con un alfiler de coleccionista de insectos, fabrica un mundo donde los ginecólogos son siempre autodidactas, se escribe el hambre al dictado junto a la ventana del patio, antes de evaporarse sin dejar rastro. Sus nervios están tan flacos que la noche es un gato que se sienta a mirarlo.