Días de oficina



Lo primero que hago al entrar en la oficina, en esta oficina, es quedarme unos segundos contemplando, como un bobo, los rostros de sus antiguos trabajadores, las viejas fotografías que aleatoriamente van apareciendo en el ático, en la cabecera del blog. Ejercen en mi un intenso y esmerado trabajo que ni siquiera yo percibo; por esta razón los he bautizado con el nombre de "los otros", como la película de Amenábar. Estas personas parecen vivas, expectantes, emiten mensajes subliminales que a veces temo descifrar. Miran y los miro, miran como si todavía tuvieran algo que decir al mundo; en ocasiones, de tanto mirarlos, me pone algo triste desconocer adónde habrán ido a parar sus terrenas ansiedades, sus nervios, sus deseos, sus expectativas, sus sueños; me pregunto con qué sentido presionaban cada mañana el bloqueo de mayúsculas, cuántas cartas de amor escondían en los cajones de sus despachos, cuál fue el porcentaje de saliva que destinaron a pegar sellos y cuánta a dar besos, quiénes serán l@s niet@s de aquell@s oficinistas de principios de siglo. Por mucho que contemple esos rostros de las fotografías, no dejo de encontrar nuevos matices a sus expresiones, les invento a diario una biografía detallada, concreta: este tiene cara de fumar mucho, aquella parece que llegará a jefa del departamento, aquel otro hace como que trabaja, pero no... Todos ellos me recuerdan, sobre todo, que no dar nunca nada por perdido es una prioriodad vital y, ante todo, que el presente no es un animal de compañía. Así que, ahora mismo, lo más importante que puedo hacer en el mundo es dormir un rato.