El plan



Con puntos, comas y signos de admiración, tenía pensado todo lo que le iba a responder en el momento en que su en enemigo cotidiano se decidiera a recriminarle la más mínima falta. De hecho, durante años había estado aguardando que su enemigo cotidiano le ofreciera ese magnífico instante de satisfacción, ese magnífico mar en calma que pudiera acoger su caudaloso río de rabia, aunque la espera fuera a cargo de una larga lista de actos autodestructivos, noches en vela, absurdas lamentaciones y autoconmiseración, como si todo esa parafernalia del dolor que se había montado con una paciencia de cirujano, esa angustia ya en ruínas, pudiera funcionar algún día a modo de munición boomerang de su odio. Hasta entonces había permanecido encerrado en sus límites formales, sus opciones mínimas, tragos de bilis, traje-chaqueta y buena cara, celebrando fiestas y funerales con sus propios fantasmas, despejando todas las dudas sobre la reconfortante inmoralidad de la agresión o, incluso, el asesinato de su enemigo cotidiano. Repasaba a diario, una por una, todas las palabras, tratando de hallar las más precisas, hasta llegó a dejar escritas todas las respuestas que preparaba para ese momento en que su enemigo cotidiano se decidiera a recriminarle la más mínima falta. Y había llegado ese instante de gloria. Por fin, llegó un día en que su enemigo cotidiano le recriminó un olvido. Pero él, contra todo pronóstico, se quedó callado. No supo qué decir. Se preguntó cuánto le darían por un rifle de segunda mano.