Sentarse



Nos sentamos mal. Fatal. Es un problema gravísimo que nadie pretende resolver. En los pupitres de la escuela, en la universidad, en los bancos de la iglesia, en los sillones del coche, en las butacas de los cines... Un error enorme que pasa factura. Un error de siglos. Durante siglos hemos recibido la información en solitario, mudos, sentadísimos, literalmente: uno-tras-otro, uno-detrás-de-otro. Un emisor único, central, polariza nuestra atención: el profesor, el sacerdote, la pantalla de cine, el periódico. Hemos hecho una cola inmensa, un atasco infinito de sombras y huellas; hemos pasado una eternidad sentados de espaldas al prójimo, de culo al otro (así nos dieron), contemplando la nuca del otro. Una nuca borrosa, una nuca primer plano. Nos hemos sentado mal. Guardando las formas, la horizontalidad, paralelos, transversales por lo imprescindible. Por eso no hemos podido captar demasiados guiños de complicidad, ni devolvernos la sonrisa con la frecuencia con la que los chimpancés, en la selva, se sonríen unos a otros, colgados de las ramas. La enseñanza de la geografía, por ejemplo, es cruel: en bachillerato me enseñaron donde está la capital de Irak, pero no los huertos más fértiles de mi comarca o, sencillamente, el nombre de las comarcas. Es sangriento. Por eso digo que nos sentamos mal, que no es más que una forma de decirlo. Pero a nadie parece importarle. En Internet nos sentamos como nos viene en gana, es verdad. Yo a veces me siento vestido. Pero en Internet ni siquiera nos vemos la nuca. Nos sonreímos de vez en cuando gracias a dos puntitos, o un punto y coma, y un paréntesis... Menos mal que todavía se construyen algunas plazas nuevas, aunque sean de paso, aunque sólo sirvan para regular el tráfico. En la ciudad donde vivo han recuperado una de sus funciones: cientos de inmigrantes rumanos se reúnen en ellas cada tarde, se sientan, toman el fresco y conversan.