Viuda



He pasado la tarde paseando por el jardín de las sombras. Una voz única insistía en la relevancia de su pena y de su llanto único. Fíjese, señora: aquí creció una flor, y aquí otra. ¿Por qué no se atreve usted a dejarse cautivar por su perfume? ¿De qué tiene miedo? ¿Quién le regaló ese miedo? Hubo un tiempo, de esos que nos gusta llamar pasados, en los que el jardín no era un jardín sino vida perpetua; el amor era su amor, la cena a las nueve, trasnochaba usted poco, y no bastaba un ejército de dudas para atravesar sus fronteras. Hoy mira usted atrás, y no traduzca mirar por envejecer, porque el dolor de sus días no es una cuestión temporal sino su monumental NO a descubrir toda ilusión que perturbe su cénit. Fíjese, señora: usted también es una flor, fue una hermosa flor, y sabe explicar a la perfección la trascendencia de sus espinas: es admirable cómo me demuestra la desnudez de sus vértices. Pero no intente convencerme de que la vida es la gran burla de un destino siempre incompleto, de una carcajada sin rostro. Sólo le voy a pedir, si no es mucho, si se lame las heridas, que considere la simpatía de la existencia de sueños.