Buscando



Días para qué levantarse, para qué un rostro
un bostezo
la calle, esos días por qué y a mi qué si amanece déjame por favor tengo sueño. La cama es un oasis, un desierto el planeta, y yacer se erige de facto y ad líbitum en la única aspiración vital.

Días en los que el deseo tiene frío en los pies y la eternidad se lava las manos, en que el silencio es dios supremo y un invento otra vida que no sea la tuya sola y dentro de ti.

Días que sin fortuna has buscado, que no tienen santo en el calendario, que tiemblan de ausencia tras la ventana como el viento que se dibuja en las hojas mecidas por los árboles.

Mejor así.

Si logras encontrar alguno de esos días a lo mejor te aguan la fiesta, incluso es posible que te envíen a un campo de trabajos forzados.

Nos hemos organizado como si el tiempo existiera. Y encima llueve.




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Huellas



Las huellas que, a fecha de hoy, han abandonado mis dedos forman un número impar que desafía al infinito. Hacen cola contra el olvido en las taquillas de los cines, en las fábricas de guantes y dedales, en el vértice de los abrazos, en todas las barandillas del mundo, porque se pasan la memoria entera buscando qué mano fue la responsable de su abandono. No llevo la contabilidad de mis caricias, ni el balance de arañazos que ya he pagado, pero he aprendido que esa serpiente de cifras con la que reptan mis huellas siempre muta el haber en debe. Como no hay dios ni en la insistencia, ni policía que me las devuelva, me consuela imaginar que todas las huellas que cedí jamás se perdieron, y que en algún hueco de la eternidad se han unido por fin en esa única y afligida mano que cada noche llama a mi puerta y pregunta si, por favor, puede meterse en mi cama porque en los sueños de ahí afuera hace mucho frío.




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Escribir con el corazón



Me temo que, para muchos escritores, más que una muestra de sinceridad o una señal inequívoca de autenticidad, el hecho de escribir con el corazón supone, ante todo, adoptar una postura incómoda. Escribir con el corazón exige al escritor una actitud corporal agotadora capaz de provocarle lumbalgias, artrosis, crueles desengaños amorosos, pérdidas de la virginidad de forma reiterativa, asombrosas mutaciones hormonales, transitorios cambios de sexo, problemas respiratorios como el asma y otras minusvalías deformantes absolutamente recomendables. Porque, vamos a ver, para escribir con el corazón, tras la no menos difícil elección de una determinada herramienta de escritura, el escritor en cuestión deberá atravesarse la aorta con pulso de cirujano y con una precaución tan excesiva como necesaria para sangrar no más de un litro y, finalmente, no morir en el intento.

No menos grave es que, en dicha actitud corporal, con el artefacto de tinta ya clavado en el pecho y el corazón abierto sobre el papel en blanco, el aspirante no podrá sino verse obligado a inclinar el tronco hasta la única y poco decorosa posición supina en que le es posible caligrafiar cada letra de sus palabras con cautelosos movimientos del tórax, sin olvidar los riesgos que corre su vida en el caso de que una costilla pudiera quebrarse, que una astilla nadara desde cualquier arteria hasta los ventrículos, o que un arma traicionera y sediciosa pudiera emboscarle y embestirle por la espalda, lo que supondría llevar el Kamasutra a sus últimas consecuencias. Por tanto, escribir con el corazón es una tarea complicada y, ante todo, una magnífica violación de toda clase de ergonomía, además de una descarada provocación a los fisioterapeutas. Mejor un corazón revolucionando que cualquier ideal revolucionario.




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Tengo que aprender



A cortar el tiempo con un cuchillo justo por el centro. A mirar la luz de los días sin necesidad de proclamar himnos. A ignorar a los poderosos cuando me ignoran, es decir: siempre. A escribir en el agua con el chorro de la fuente. A adivinar qué recomienda el cielo cuando pasa una nube. A trepar a los árboles haciendo el pino. A reirme de lejos cuando la tristeza se acerca demasiado. A odiar lo mínimo si es que existe un mínimo odiable. A no espantar a mis palomas y a hablar con ellas educadamente. A jugar a canicas otra vez; juegos de la vida que más vale no olvidar. A botar de nuevo todas la pelotas de mi infancia. A respetar los misterios que no se niegan a ser revelados. A no enseñarle a los niños el juego de la inmortalidad. A huir de las profesiones, la profesionalidad y la profesionalización. A lograr una masturbación menos mecánica. A decir sí cuando digo no, a veces. A no morder la capucha del bolígrafo, los marcos de las puertas. A quererme un poco más de lo que me querría si no me quisiera. A callar a tiempo. Y a besar más, y mejor.




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Insomnio II



No tengo ningún miedo, ni alimento remordimientos. No me arrepiento de lo que digo, no hago un misterio de lo que callo, no paso las horas lamentando todo aquello que un día dejé de hacer y que definitivamente no hice. Todo gesto, toda promesa, toda oportunidad es inútil y la fortuna un fantasma que atraviesa paredes pero tropieza con todo. Únicamente soy un corazón infinito a punto de ser engullido por la boca del estómago, un sentimiento falto de cuerpo arrojado contra un cosmos al que le sobra una gran dosis de existencia, un hombre encarcelado por sus propios pensamientos que sonríe en silencio a través de sus barrotes. Me culpan de reconfortar a los que lloran cuando soy un hombre herido y sé que no tengo derecho a emitir queja alguna cuando solamente puedo sentirme y ser feliz si sangro. La culpa no existe. Es para el ser humano el peor de los inventos, después del amor romántico. Forastero soy donde nací porque procedo de una eternidad que desafina cuando canta; por tanto, con paso firme camino hacia todas las tinieblas responsables de la íntima caricia de mi orgía de rabia. Sombra de mi sombra, desaparezco en mí y por mi donde la esperanza vuelve a ser el espejo roto de mis sueños. Declaro, entonces, que hubo una tierra prometida de la cual no era yo el destinatario, que heredé una casa acogedora de la que jamás fui yo el habitante, un esqueleto atlético del que no acepté ser el usuario, una mujer voladora con la que nunca pude aterrizar. Abandono aquí mi piel y mis zapatos. Me mudo a vivir dentro de mi estatua.




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