Peluqueras



Me gustaría que el pelo me creciera mucho más rápido, hasta el punto de obligarme a visitar a las peluqueras del barrio por lo menos con la misma periodicidad con la que me sale barba y me afeito. La verdad es que no puedo permitírmelo, porque, entre otras cosas, el sueldo no me da para tanto y, además, si bien el cabello me crece a una velocidad sensiblemente mayor de lo normal, no es que sea propietario de una larga melena que merezca un especial cuidado... Pero llega la hora de la confesión: no es que disfrute cortándome el pelo, no. A mí lo que me gusta, lo que me mata de placer, lo que me hace levitar, lo que me transporta a un idílico y maravilloso mundo de goce, deleite y satisfacción es que me laven suavamente la cabeza antes del corte de pelo. Supongo que esta habilidad de las peluqueras (y de los peluqueros, supongo, porque no he probado sus manos) debe de ser fruto del entrenamiento, porque todas las manos de ese gremio son estupendas masajistas de cráneos. O quizá no, a lo mejor es algo hereditario e innato de las peluqueras de mi barrio.

Ayer mismo, por fin me planté, me puse serio conmigo mismo y pensé que, en vez de gastarme dos sueldos en el oculista, mejor sería recuperar mi vista en la peluquería del barrio, porque el señor flequillo ya empezaba a invadir la montura de mis gafas... No aguantaba más seguir haciendo de toldo. Así que entré y esperé un rato, hasta que por fin me llamaron desde el departamento de lavados, ¡y de masajes!, pensé yo. ¡Qué placer, por favor! ¡Quiero repetir ya! Y porque soy tímido, porque si no le hubiera pedido a la mujer que me enjabonara dos o tres veces más. Además de tímido, menos mal que me gusta guardar un poco las formas, las formas faciales quiero decir, e intento contener mi expresividad en los límites del decoro, porque de lo contrario mi rostro sería consecuente con tanto placer y daría rienda suelta a la desvergüenza; cerraría los ojos, relajaría mi cuerpo hasta la pérdida de la compostura e imagino que mis músculos faciales se convertirían en todo un espectáculo para el resto de clientes de la peluquería en esos formidables instantes en los que unas manos ajenas, sensibles y expertas me masajean el cráneo, por no mencionar, puestos a ya gozar en toda su expresión, los posibles gemidos. Total que, después de todo, pude contenerme. Mi pelo fue cortado y domado, y salí por la puerta de la peluquería con una terribles ganas de volver. Pero ya ven que la represión no es nunca una buena compañera y ha sido inevitable que esta historia acabe finalmente perdida en la oficina. La próxima vez, con el masaje, cerraré los ojos... Por algo se empieza.




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separación



Elena



Habían quedado en la misma plaza de siempre, frente a la Delegación de Gobierno, a las seis de la tarde, junto al mismo poste de No aparcar de 9 a 20 horas. Él había pasado el día meditando la mejor forma de demostrarle su amor, algo extraordinario, algo fuera de lo común. Pensó en señales de humo, en contratar violinistas, en lanzarse en paracaídas, pero nada de esto le convenció... Hasta que al fin se decidió por escribirle una pancarta. Hasta la fecha, solamente le había escrito papelitos con apasionados versos que a menudo se sacaba del bolsillo trasero de sus pantalones para entregárselo con toda la fuerza de su ternura. Así que esa misma tarde, antes de la cita, entró en una tienda para comprar una cartulina de metro y medio, y un rotulador de punta gruesa. Después se sentó en un banco de la plaza para rotular su mensaje de amor. Diez minutos antes del encuentro, él ya se hallaba esperándola ante la mencionada Delegación de Gobierno, manifestándose, defendiendo todo su amor con la pancarta entre las manos, alzadas ante las miradas de curiosidad y extrañeza de decenas de viandantes que en esos instantes cruzaban la plaza. ¿Que haces?, le preguntó ella al llegar... Lógicamente, ella se molestó un poco y se avergonzó del espectáculo que él estaba dando. Él le invitó a sonreir y se fueron a tomar una cerveza... No se sabe dónde fue a parar aquella pancarta en la que él se manifestaba "En Defensa del Amor Helénico".




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Autocrítica y agradecimiento



Ha sido una semana extraña. Ayer mismo me eché encima un huevo frito y me metí en la ducha con calcetines. Quizá haya influido la resaca de la botella de vino de la cena del martes y está probado que, tras el subidón, todo exceso alcohol es un depresivo contundente. A veces se hacen cosas que no se saben por qué se hacen, como por ejemplo perder uno a uno todos los objetos de la oficina. ¿Acaso alguien sabe todo lo que hace? ¿Somos en verdad conscientes de todo lo que somos conscientes? Lo siento, pero nunca pude identificar consciencia y conciencia.

Puede que fuera una tontería, pero ni me arrepiento ni tampoco estoy vacunado contra la estupidez, y no me queda sino felicitar con varias palmaditas en la espalda a quien esté posesión de esa vacuna, no sea que se acabe atragantando con ella. Enhorabuena. Así que asumo sin contemplaciones el haber cometido la idiotez, o la maravilla, de aniquilar cinco meses de escritos en este blog. Y que se hayan producido estas pérdidas no significa que vaya a dejar de escribir en la oficina de objetos perdidos, ni mucho menos. Nunca dije que fuera a dejar este buen vicio. Por aquí voy a seguir ordeñándome toda la leche que pueda. Como decía Julio Cortázar, nada está perdido si se tiene el valor de proclamar que todo está perdido y hay que empezar de nuevo. Un abrazo a todos los que me han apoyado en esta semana un poco difícil.




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