NO-DO



Faltaba ya muy poco para que hiciera su primera declaración Herman Goering, el inteligente y carismático (y no por eso menos carnicero) número dos del régimen nazi. De repente, en un abrir y cerrar de ojos, el alemán se esfumó de mi vista y, sin cuña de enlace o transición, inundó toda la pantalla la careta y la sintonía, siempre alarmante, intimidatoria, inquietante, del Telediario de la TVE. En esos cuatro segundos de careta especulé: será otro atentado terrorista en Euskadi, o quizá otro atentado terrorista en Iraq, o bien otro atentado terrorista en Estambul... Pero no. Qué va. No era un atentado, aunque lo del terror está por ver. Los directivos del canal público habían improvisado el NO-DO para dar a los españoles la letizia de que el hijo de un rey y una periodista divorciada van a casarse un día tal y en un lugar tal, me da igual cuándo y dónde. Cuando la sonriente presentadora dejó por fin de deslumbrarme con su luminosa dentadura, volvíó a sonar el toque de queda del noticiario y, de nuevo, sin cuña de enlace, el militar alemán Herman Goering apareció ante mi vista como si el juicio de Nuremberg se reiniciara por voluntad del director de Televisión Española. La película en cuestión, me refiero a la de Yves Simoneau, no la de Stanley Kramer, no pude ya seguirla, pero el episodio nacional que acababa de sufrir no hizo sino refrescarme la memoria acerca de las técnicas de propaganda que utilizó Joseph Goebbels durante el Tercer Reich.




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Viaje a Bruselas



Y fue entonces cuando Cátulo abandonó su escalón, caminó hasta el mismo centro del foro y dijo: Que lo sepan todas la polis hasta morirnos de vergüenza, si es que nos queda. Mi pais tiene ciudades donde los ciudadanos, además de putas, pagan las camas, donde los alcaldes, sus consejeros y sus negocios de trapicheo se han entrenado a conciencia en hacer tantas estupideces que sus escasos cerebros de mangantes han perdido hasta la capacidad de aprender a ser todavía más idiotas; ciudades como la que yo habito, allá en Hispania, donde la basura ha tomado la calle, se ha convertido en propietaria de la urbe, ella solita ha organizado largas procesiones de mierda y de ratas, y a diario celebra solemnes misas y circos de putrefacción, somete a los rebeldes de la escoba, se amontona y se revuelca sobre sí misma alrededor de los contenedores de reciclaje que, un buen día, tanto me alegró que instalaran en el barrio y que ahora ni siquiera son visibles a simple vista, tal es la montaña de basura que las cubre. Y todo eso porque el carro de recogida de basuras ha dejado de pasar. En la ciudad fea donde vivo somos más de cien mil habitantes, fíjense cuántas putas somos, y la tasa de basuras que pagamos llena las arcas públicas con más de 12 millones de euros, capital que no sabemos dónde va a morir. ¿Y tu me dices que no deberíamos perder la confianza en los políticos que tenemos? Dime tú una sola persona que en verdad se fíe de los políticos. Los que sufrimos nosotros empezamos a tener muy claro lo que son: ladrones fabricantes de mierda. A continuación, Cátulo montó en su caballo y se fue silbando.




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La ecología contra el ecosistema



La ciudad fea donde vivo sufre una superpoblación de palomas y hace más de un año que tengo como vecinos a uno de sus matrimonios. Un día decidieron montar su palomar sobre el toldo de la ventana que protege mi habitación del insoportable sol del verano. Al tratarse de la última planta del edificio encontraron allí, entre el toldo y la cornisa, un refugio perfecto para sus menesteres. No sé si, al instalarse, pretendían traer la paz a mi casa (reconocido es este oficio de las palomas), pero, desde luego, lo que no se olvidaron de traer consigo fue sus excrementos y sus reclamos: cu-ru-cutu-cu, cu-ru-cutu-cu. Y dale que te pego todo el día. Mi experiencia de más de un año demuestra que las palomas no traen ninguna paz, os lo aseguro. Traen la guerra. Me han dejado la fachada tan perdida que da asco, debo tender la ropa con espantapájaros a base de bolsas de plástico, y los reclamos del macho suenan tras la ventana como auténticos rebuznos, sobre todo a las siete de la mañana de un domingo en el que supuestamente mi cuerpo debería descansar. He aguantado sus desagradables sonidos durante más de un año porque, es verdad, me daba pena, me sabía mal echarlas, pero como ya estoy más que harto he avisado a una empresa para que se lleven el toldo, que se encuentra podrido de mierda de paloma. Prefiero pasar algo de calor que soportar a este par de palomas. Sin duda, los fundamentalistas de la ecología no siempre tienen la razón, y no acabo de comprender cómo algunos de ellos se niegan en redondo a tomar algún tipo de medida contra una invasión de estas aves. ¿O es que no estoy yo también dentro del ecosistema?




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